Do you know where the wild things go? { #5.

«— I like birds, too.
— Why do you like them?—asked her.
— Because they can fly away when things get too crazy, I guess.

Tate & Violet.»

Ella sabía que él la seguía. Podía sentir sus ojos oscuros y profundos en su nuca, y se ahogaba en esa sensación. Él sabía que ella se había dado cuenta; una vez se dejó ver en el espejo del baño sólo para ver qué decía. Aquello se sintió como un déjà-vu. Violet quería saber qué pasaba si se cortaba estando muerta, ya no era tan excitante, no encontraba esa sensación de libertad, su corazón ya no iba a mil por hora (su corazón ya no iba), ya no había riesgos: lo que está muerto no puede morir. Tate se reflejó en el espejo, consiguiendo asustarla, apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos y esa cara de inocencia. Violet sintió aquello como un déjà-vu y tuvo miedo de que la historia se repitiera.

( — Lo estás haciendo mal. Si tratas de suicidarte deberías cortarte verticalmente, así no podrán parar la hemorragia.
— ¿Cómo has entrado aquí?
— Si tratas de suicidarte también deberías cerrar la puerta. )

En cuanto le vio Tate se dio media vuelta, se marchó con aires tristes y se perdió por los pasillos de la mansión arrastrando los pies. El bajo de sus pantalones vaqueros estaba desgastado. Tate Langdon vivía a base de recuerdos, Violet Harmon también. El regusto de la muerte y la traición en la boca de ella era demasiado pronunciado como para poder siquiera dirigirle una mirada lánguida. Tate la había mentido, Tate la había mentido en todo.

Un día se sentaron en el suelo, con la piernas cruzadas y frente a frente; compararon cicatrices: las de ella eran más marcadas y profundas, recientes; las de él eran blancas y pequeñas, como si se las hubiera hecho hace tiempo. En aquel momento ella estaba viva y él muerto, ahora los dos estaban muertos. Tate no hacía más que sentarse en su silla del sótano y mecerse, observando el camión de juguete de cuando era pequeño.

La eternidad no era un tiempo exacto, él había perdido completamente su noción desde que estaba encerrado en esa casa, era como una especie de manicomio, y cada uno de los nuevos inquilinos era peor y más inquietante que el anterior. Excepto él, él era el pequeño psicópata. Violet jamás bajaba al sótano, ella era feliz con sus padres y su nuevo hermano, y a Tate le dolía aquello por dos cosas: él jamás había disfrutado de una familia (Mi madre es una chupapollas. Literalmente. Una chupapollas) y ella era lo único que él tenía. Tate pensaba cumplir su promesa, aquella promesa silenciosa que le había hecho a Violet, aquella que únicamente él y Hayden habían oído, pero Hayden no le entendía y por eso se reía de él llamándolo marica e idiota. En realidad Hayden no estaba enamorada, y Tate lo sabía porque sus sentimientos no se parecían en nada a lo que él sentía. Él esperará toda la eternidad por una palabra de Violet, por una sola palabra, todo lo que haga falta.

Había noches en las que Violet se encerraba en la que era su habitación, antes había sido la habitación de Tate y a menudo se preguntaba cómo sería. Pasaba las páginas de aquel libros de pájaros y cuando llegaba a la última podía leer en letras azules “Tate Langdon”, aquel nombre la hacía sonreír y encogerse de puro miedo a la misma vez. Cada vez que pensaba en Tate se le venía a la mente su rostro mirando hacia el suelo, temeroso de algo; en aquel momento Violet no se imaginó lo que podía ser. (— Estoy triste. — Yo también.)

Solía pensar mucho en él. La gente solía decir que el primer amor nunca se olvida, Violet no estaba segura de que aquello fuera amor, pocas veces había usado esa palabra para referirse a él. Le daba incluso miedo. “Somos tú y yo, juntos para siempre”. Terror. Tate le inspiraba amor, desconfianza, miedo. Ella siempre pensó que le protegía, pero siempre fue al revés, Tate siempre estaba un paso por delante y aquello la paralizaba. Le gustaban sus jerséis, grandes y a rayas, de dos colores; cuando aún podía mirarle a los ojos se ponía alguno, las mangas pasaban sus manos y la prenda le quedaba por la mitad de los muslos, se volvía hacia Tate con una sonrisilla estúpida y él se la correspondía. En aquel entonces pensaba que todo era maravilloso, él siempre estaba ahí. Estaba ahí incluso cuando no podía verle. Un día habló con Moira, sabía que ella odiaba a Langdon y pensaba encontrar en ella el refugio que necesitaba, aunque nunca se hubieran llevado del todo bien. Si había una cosa que todos los habitantes de aquella casa reconocerían era que Tate Langdon miraba a Violet Harmon como un hombre ciego que ve la luz solar por vez primera.

Había momentos, como aquel, en el que se encontraban cara a cara por el largo pasillo de paredes blancas, cuando sus ojos se encontraban y ninguno de los dos sabía que expresión poner, cuando ella entre abría los labios y él se los mordía y escondía las manos debajo de las mangas del jersey mostrando una timidez inexistente, en esa clase de momentos Violet se pensaba seriamente el hablarle, Tate se pensaba seriamente si aquello había merecido la pena. Él no quería hacer daño a más gente. Él la había dicho cómo salvarse (márchate, márchate). Empero Violet luego se asomaba a la ventana y veía a aquel niño rubio caminar de la mano de Constance por la calle, con aquella sonrisa juguetona exacta a la de su padre; entonces recordaba aquellas palabras “El diablo puede ser hermoso, era el favorito de Dios”. Tate era el diablo, aquello estaba claro. Y por eso se le hacía imposible perdonarle.

— Esperaré toda la eternidad.
— Eso es mucho tiempo.
— …ya.

Tate agachó la cabeza y desapareció detrás de ella. Por encima de ella se oía el roce una pelota rodando. Violet apretó los labios y el paso, estaba segura de que él lo haría. Y esa idea le aterraba, en realidad se equivocó mucho cuando le dijo que nada le daba miedo, él le daba miedo. Pero de la misma forma la oscuridad la atraía, y sabía que tarde o temprano acabaría perdiendo la noción del tiempo, igual que él.

I'VE BEEN PRAYING HARD.

«— You know why I got a female attack dog?
— Because bitches stick together?
— Because females are more loyal and aggressive when it comes to protecting their family.

Fiona & Hank.»
— Colócalo así, encima del hombro—Hank movió este un poco, incomodado por el peso que su padre colocaba encima, ya había cargado con un arma antes, pero aún no se acostumbraba y no sabía muy bien cómo cogerla—. Hay dos cosas que no debes olvidar nunca, Hank: la presa se mueve y que no es humana.

Cerró un ojo y lo puso en la mirilla, todo se veía más aumentado y preciso; su padre le ayudó a compensar el peso ayudándole a agarrar el arma y automáticamente su mirada fue hacia el brazo derecho de su progenitor, hacia aquella quemadura. Cuando la veía recordaba la locura de aquella mujer pelirroja, el fuego que dejó escapar, su propio miedo y la piedad que casi le había llevado a la muerte. Aquello que había pasado hace 25 años aún seguía en su memoria, era el recuerdo menos deteriorado y el más auténtico.

No era humana, no eran humanas. Cordelia no era humana, ¿entonces por qué? ¿Por qué tenía tanto miedo de fallar? Estaba nervioso, las manos le temblaban, normalmente la confianza que tenía en sí mismo era poca, ahora había descendido aún más. Las palabras de la bruja -«la puta bruja vudú» según él- no hacían más que repetirse. Hank tenía miedo, pero no sabía qué era lo que temía: ¿temía a la bruja negra?, ¿a su padre?, ¿a su esposa, Cordelia; temía alejarla de sí para siempre?

Metió las dos pistolas en los bolsillos interiores de la chaqueta y comprobó que podía sacarlas rápidamente, el rifle ya estaba dispuesto sobre la mesita donde horas antes había comido comida china y había recibido a un negrata esclavo de Marie Laveau exigiéndole la cabeza de su esposa y de todo el aquelarre en bandeja de oro y con perejil de adorno. Una tercera pistola fue a parar a la funda que pendía de su cinturón; suspiró.

— Vamos…, vamos…—cerró los ojos visiblemente nervioso—. Se lo debes, Hank. Se lo debes y lo sabes.

Desde que la conoció Hank había descubierto que Cordelia no era un monstruo como su padre creía, Delia era una mujer sonriente y llena de vida, con sueños y metas como los de otra cualquiera, ser una bruja no la convertía en un monstruo. Hank se había enamorado de ella, por mucho que todo fuera una farsa, él sabía perfectamente que su destino estaba en destruir aquel aquelarre y eso incluía a su esposa. «Formo parte de una orden sagrada, soy un soldado en una guerra en la sombra, una guerra que ha estado activa desde antes de los tiempos de Salem, somos una hermandad formada en sangre y dedicada a eliminar las pestilencias de la brujería en el continente Norteamericano.» Siempre que le hacían jurar aquello una sensación de malestar recorría todo su cuerpo, empezando por la espalda hasta la cabeza. ¡Él no quería matarla! ¡Por Dios, estaba enamorado!

Dios… ¿Dios estaba ahí? ¿Había algún Dios? No, claro, ya había perdido las esperanzas de redimir sus actos, su vida era una vil mentira y él era el mayor mentiroso. Pensar en aquello le dolía, hacía que sintiera pinchazos en el corazón; cuando estiró la mano para coger el arma de la mesa y vio el anillo de casado aquel pinchazo se agudizó, paralizándole. “Reza, reza todo lo que sepas” pensó “vas a cometer una locura”. Se miró en el espejo, repitiéndose el mismo mantra que odiaba, ahora no era Hank Foxx, ahora era un cazador de brujas, un hombre sin nombre, un hombre preparado para morir. “Se lo debes, Hank.”

No podía permitirse pensarlo, sabía que se echaría hacia atrás si lo hacía. Abrió la puerta de la peluquería que Madame Marie Laveau regentaba de una patada, poniendo el arma por delante y asustando a todas las mujeres que se encontraban en el local. Ya había empezado, acabaría con esa maldita bruja vudú en el nombre de su sociedad, lo haría por Delia, por su Delia, moriría por ella.

«— ¿Tú matarías por mí?—le preguntó una vez Hank a Cordelia, ambos tenían unas copas de más y la luz que entraba por la ventana del hotel en Dubai era perfecta para un juramento de amor.
— No. Yo moriría por ti, matar se puede hacer muchas veces, pero morir…, morir sólo se muere una.»

No sintió el tiro, no lo vio venir, no tuvo miedo, la adrenalina le movía y tenía a Laveau delante, un tiro en la cabeza y esa mujer moría, no podía fallar; empero quien recibió el disparo fue él. Y quiso pensar en las palabras de Delia, en poder decirla “yo también moriría por ti”, en su sonrisa, pero ni de eso tuvo tiempo. La muerte no era blanca ni negra, la muerte era roja.

Cuando daban un paso todo el vagón trasmitía aquel sonido, alertando al resto de cualquier movimiento. Todos se habían acostumbrado ya a ello, nadie sabía el tiempo que llevaban encerrados ("el suficiente" decían). El suficiente para perder la noción, las esperanzas y, en pocos casos, aprender a llorar en silencio.

Daryl se había fijado, había tenido tiempo de sobra para hacerlo; lo segundo más entretenido que había encontrado para hacer en aquel lugar a parte de observar era contar los remaches del vagón. Él estaba solo, como de costumbre. Cerca de Rick y de Carl, pero solo. Michonne también. En la otra punta del vagón estaba aquella gente, Daryl los denominaba "los Washington"; en el intermedio Glenn y Maggie cogidos de la mano -¡siempre cogidos de la mano! ¿Acaso habían perdido la esperanza?- y cerca de ellos Tara. Daryl estaba solo, siempre solo.

La soledad y el silencio otorgaban tiempo para pensar.
Él mismo era el primero que al cerrar los ojos veía aquella mochila negra tirada en el asfalto y las luces traseras de aquel coche perderse en la noche. Olía a muerte, y también a miedo. Daryl se había acostumbrado a aquello, había convivido con eso toda su vida (— ¡Espera, ahora me toca a mi...! A ver..., ¡yo nunca... he tenido un caballo, ni he comido yogur helado, ni me ha traído nada papá Noel...! ¡NI HE TENIDO A NADIE QUE ME PROTEGIERA! [...]). Ahora mismo, mejor que nunca, Daryl Dixon comprobaba lo que suponía sumergirse en su propia desesperación, las preguntas eran como olas que le superaban e intentaban arrastrarle hasta lo más profundo de la miseria. Y él pensaba que había vivido toda su vida en aquel lugar.

¿Y si le había abandonado?
(— I was with Beth. We got out together. I was with her for a while..., she's just gone). ¡Maldia sea, ¿y si le había abandonado después de todo aquello?" ¡Después de tanto...! Él le había salvado la vida, él se había quedado con ella cuando no había nadie -y le habría sido más fácil abandonarla-, la había cuidado y protegido y..., sentía como un pequeño vacío en el pecho, algo que paulatinamente se iba llenando de un dolor grave. Como si intentase meter algo demasiado grande en un agujero y tuviese que presionar. Pero por otra parte pensaba que era Beth -y por ser Beth no podía mirar a Maggie sin morderse el labio y recordar-, aquella chiquilla de dieciocho años, ¿cómo se iba a ir ella sola? Estaba implícito que no sobreviviría, además... aquella casa tan limpia y llena de comida, todos aquellos caminantes agolpados en la puerta de repente, la mochila en el suelo, la desesperación...; Elizabeth Greene tenía que ser incapaz de hacerle un puente a un coche.

— You're gonna miss me so bad when I'm gone, Daryl Dixon.

¿Y si aquello había sido una advertencia? Porque si lo había sido cuando saliera de allí pensaba gritarle cuatro cosas a la mocosa aquella. Él pensó que Beth sólo decía chorradas, que aquello de que la oscuridad se ceñiría sobre su corazón y aún quedaban hombres buenos eran gilipolleces. Ahora tan sólo apretaba los puños y cerraba los ojos, posando la cabeza contra aquella pared metálica y prestando el oído a conversaciones ajenas que sucedían en susurros. (— ¡La cura! ¿Y si no salimos de aquí? ¿Y si tú no sobrevives, Eugene? Venga...) A Daryl aquello no le interesaba, no creía que hubiese cura y, de haberla, era ya demasiado tarde.

Estaba decidido a ser el último hombre vivo tan sólo para encontrar a Beth Greene -o lo que quedase de ella- y demostrarle que las personas buenas no podían existir, no cuando se la habían llevado.
Tenía grabado a fuego aquel gesto, aquella mueca que había puesto ella.
(— What changed your mind?
— You know.
— No, what?
—...
— Oh.)

Beth era esperanza, ¿cómo podía siquiera pensar que podía salir de aquel sitio sin ella?

No era capaz de conmemorar su primer recuerdo feliz. Lo había intentado, lo había intentado muchas veces. Había pensado que a lo mejor podían ser unas navidades de cuando era pequeño, pero recordaba a su padre enfurecido con una botella de alcohol en la mano. La gente tendía a guardar buenos recuerdos de aquella clase de celebraciones. Navidades, cumpleaños, aniversarios... todo sonrisas. Él recordaba botellas rotas y gritos.

A lo mejor era porque no tenía ningún recuerdo feliz. A lo mejor era porque le habían pasado tantas cosas malas que no sabía qué sabor tenía la felicidad. La felicidad podía ser un día sin caminantes o dormir una noche del tirón. Eran cosas pequeñas.

(— the Cherokee mothers were grieving and crying so much 'cause they were losing their little ones along the way from exposure and disease and starvation)

Evocaba memorias tristes. La mano de Merle, Dale (— Sorry, brother), la ausencia de Carol, Hersel, Beth...; todo eran pérdidas. No quería hacerse a la idea de que las desapariciones podían trasformarse en encuentros, porque no pasaría y sería decepcionante. Los que se van, se van; igual que él se iría cuando llegara su momento. Su gran momento.


Había una cosa que Daryl podía recordar.

Una cosa feliz.
Su último recuerdo feliz.

( — so the elders, they said a prayer; asked for a sign to uplift the mothers' spirits, give them strength and hope. The next day this rose started to grow where the mothers' tears fell. )

La felicidad eran cosas pequeñas; pero aquel abrazo con Carol cuando pensaba que no la volvería a ver jamás, fue grande. Lo suficientemente grande como para correr hacia ella a la desesperada creyendo que se esfumaría si pestañeaba. Lo suficientemente grande como para caminar en silencio a su lado. Lo suficientemente grande como para ser su primer y último recuerdo feliz.

Do you know where the wild things go?

They go along to take your honey.

La alarma del despertador comienza a sonar. Tan alta que Carol ladra. Y él gruñe, y se encoge, y se tapa el cuerpo con las mantas y la cara con la almohada.

No quiere levantarse e ir a clase.
"¡Max!"

Oye el grito pero lo ignora, no está exactamente dormido pero tampoco despierto. El despertador le da una tregua de dos minutos antes de volver a sonar. Su madre no tiene esa consideración. "¡Max! ¡Max, levántate!". Aporrea la puerta, "¿pero se puede saber qué te pasa? ¡Tienes que ir a clase!". Cede, para que se callen ambos.

Primero va al baño, se viste, recoge la mochila de su cuarto y baja las escaleras de dos en dos; antes de entrar a la cocina acaricia la cabeza de Carol con la punta de los dedos. Termina el desayuno de camino al instituto.

El ruido del taladro de obras no le deja seguir escuchando la canción, aunque va con el volumen casi al máximo. Cuando entrecierra los ojos puede ver como la calle por la que suele ir a clase está cortada. Ya es oficial que va a llegar tarde a clase. Se desvía hacia la izquierda, la hilera de edificios desemboca en casas y luego en un matorral.

Tiene dieciséis años, han pasado seis, pero se acuerda. Se acuerda.

Deja la mochila escondida entre la hierba y baja por el camino de tierra mojada, manchándose el bajo de los pantalones y las yemas de los dedos; da un saltito y contempla como el lago se muestra ante él. No es azul, es gris; no es grande, es pequeño; no está limpio, hay una bolsa de plástico enganchada entre unos juncos. Pero desemboca en el mar, él lo sabe, un mar grande, grande como el mismísimo abismo al paraíso; más allá de la neblina del horizonte hay una tierra maravillosa en la que él es Max y es un rey.

Busca la balsa con los ojos, pero no hay ninguna; lo que encuentra es el cuerpo de un pajarillo muerto del que van y vienen hormigas, y un cartel sucio y a medio caer: «zona protegida». Toca al pájaro con un palo y frunce los labios en una mueca de asco.

— ¿Dónde viven los monstruos?—le pregunta, dejando tranquilo el cuerpo.

¿Aquí? ¿Allí? ¿Dónde? ¿Existen?

Es una tontería. El traje de lobo le queda pequeño. Ha dejado de ser un niño en todos los sentidos. Lleva una camiseta de Pink Floyd y unos pantalones rotos. Perdió la corona hace tanto tiempo que duda haberla tenido alguna vez.

Aún así escucha a KW: «Te quiero tanto que te comería», y sonríe.

Se da la vuelta y sube el camino terroso hasta coger la mochila y volver a retomar el camino hacia el instituto, pensando que quizá los monstruos se han mudado, pero siguen acordándose del rey al que no se comieron.